Wednesday, October 04, 2006

Una tarde de gallos



Por Gabriel Espinoza Suárez

El director de la banda de músicos también toca la tuba. Hace unos momentos se ha secado el sudor de la frente. Ahora cierra los párpados, acerca los labios a la boquilla de su instrumento y respira profundamente para luego descargar como por un embudo las primeras notas de la marinera “Sacachispas”. Pasan unos instantes y el resto de la banda lo sigue.
Mientras la música invade el Coliseo de Gallos Sandia –escenario del campeonato nacional-- los aficionados observan la cancha, auscultando los ejemplares que van a reñir. El de la izquierda es un ajiseco bien plantado, joven, atlético, nervioso, como un boxeador welter. El de la derecha es un gallo moro altivo, con aspecto majestuoso, pero parece un poco más viejo, aunque tiene pinta de inteligente.

- ¿Cómo van las apuestas?
- Seis a uno, favorito izquierda.

Los corredores de apuestas suben y bajan las gradas del coliseo recogiendo de aquí y allá las jugadas del público. Una morena ofrece picarones y anticuchos. Un grupo de padres de familia se entona con pisco puro. Los niños corretean por los pasillos del coliseo. Oiga usted, aquí hay familias enteras. Gente del campo y de la ciudad. Todos bajo el mismo sol. Todos endomingados, como si acabaran de salir de misa.

Silencio. Va a comenzar la primera pelea.

Suena una campanilla y de inmediato dos hombres --cada uno de ellos con un gallo en los brazos-- toman ubicación en lugares opuestos en la arena. En medio de ellos está el juez, que les habla con energía recordándoles el reglamento. Los hombres asienten con la cabeza y el juez da inicio a la riña. Por fin sueltan a los gallos.

Brillan las cuchillas.

Los contrincantes se miran. El silencio se rompe por el canto estruendoso del ajiseco. El moro responde furioso enseñando las plumas erizadas del pescuezo. De pronto, el primero se lanza sobre el otro con una embestida feroz, con patadas rápidas. Ruido de alas, plumas que vuelan. El público ruge en las tribunas como un animal de cien cabezas. A los pocos segundos, cae uno de ellos. Es el moro, que sangra del ala. Tiene al frente al ajiseco, que lo puede rematar en cualquier momento. Pero el moro no se amilana. Respira con dificultad. De pronto, se eleva y rápidamente clava un navajazo al centro y arriba. El ajiseco se desploma y su cabeza toca la arena. Enterró el pico.

- Se acabó. ¡Basta! ¡Basta!, grita el juez.

En medio de los aplausos, retiran a los contrincantes y comienza de nuevo la música.


Una tradición arraigada

Esta afición está tan arraigada entre nosotros que prácticamente en el Perú no existe un solo fin de semana en que no se lleven a cabo peleas de gallos. Según Augusto González Vigil --miembro de una familia de honda prosapia gallística-- hasta en el más remoto caserío de nuestro país existe un grupo de criadores que con motivo del aniversario del pueblo, por Fiestas Patrias, por la inauguración de una importante obra o para clasificar al campeonato nacional arman un ruedo y ponen a competir a sus pupilos.
Por supuesto, nadie quiere perderse el espectáculo. Y es que en realidad se trata de una fiesta en la que abundan las emociones fuertes. En esas tardes se siente la adrenalina correr como un río caudaloso. Será por eso que salen a relucir todas las pasiones humanas, desde las más sublimes y caballerosas hasta las más irracionales y violentas.
Pero lo más importante es que las fiestas gallísticas se integran a otras tradiciones, tales como la música de cada región, la exhibición de caballos peruanos de paso, la comida típica, los bailes, las décimas y las coplas.
Algo similar ocurre en otros países de Hispanoamérica. A tal punto que, por ejemplo, Gabriel García Márquez hizo que un gallo de pelea sea coprotagonista de El coronel no tiene quien le escriba.
En el Perú la afición gallera también ha calado en el alma de los artistas. Es el caso del vals “Camarón” de Chabuca Granda o el legendario cuento de Abraham Valdelomar llamado El Caballero Carmelo.

La raza peruana

Un rasgo peculiar de la afición peruana es que esencialmente se juega en la modalidad de “tapada”, que consiste en que los rivales de una riña no tienen que ser necesariamente del mismo peso o la misma edad. Si hacemos un símil con el box, sería como si habrían sido abolidas las categorías.
Se les llama “gallos de tapada” porque los animales entran al ruedo tapados con una manta y sólo se descubren ante su rival faltando pocos segundos para la pelea.
Más allá de los colores del plumaje, el gallo típicamente nacional es grande, altivo, y –sobre todo-- tiene una característica inobjetable: ha suprimido el instinto de supervivencia. Y por esa razón -como decía Chabuca Granda— nuestro gallo tiene una vida heroica: ha nacido para morir o matar, sin medias tintas.

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