Sunday, December 25, 2005

La Danza de los Valientes

Es una de las manifestaciones más espectaculares de la cultura peruana. En la Danza de las Tijeras, los ejecutantes --llamados danzaq— rinden culto a los Apus o Wamanis (dioses tutelares andinos) haciendo gala de su destreza física y resistencia al dolor en largas sesiones rituales. Todo ello se lleva a cabo a plena luz del día, con mucho público, al son del arpa y el violín y por supuesto acompañados por el agudo tintineo de las misteriosas tijeras.

Cuenta la leyenda que todo empezó hace mucho tiempo, en un pueblo de la sierra ubicado cerca de una caída de agua. En ese pueblo vivía una joven mujer con su pequeño hijo. Una mañana la mujer lo mandó a buscar leña. Caminando hacia el bosque, este niño encontró a otro niño, que parecía de su misma edad, pero al que no había visto antes. Ambos jugaron un buen rato. E incluso fueron a la cascada de agua. En ese lugar, el niño desconocido empezó a bailar. ¡Danzaba tan bonito! Lo hacía de una manera muy peculiar: hacíendo acrobacias con los pies y manos, llevando el ritmo con unas piedras planas que traía en la mano derecha, de tal forma que al chocar entre sí sonaban como si fueran de metal.
Además, parecía que el agua que caía en cascada había despertado de un largo sueño y que mágicamente se transformaba en música para acompañar el baile del niño. Fue entonces cuando el otro niño se sintió de pronto muy inspirado, y que --impulsado por la música que brotaba del agua-- comenzó a seguir los pasos de su nuevo amigo, con una alegría que le hizo olvidarse de todo. Cayó la tarde y el niño bailarín lo invitó a regresar a la mañana siguiente con señas. Y desapareció.
La noticia invadió el pueblo como un río caudaloso y el fantástico hecho fue conocido por todos. Al día siguiente, el pueblo entero acudió hasta el lugar y se pudo ver a ambos bailando incansablemente, detrás de la cortina de agua de la cascada, con una música bellísima de fondo. Otra cosa que llamó la atención fue el precioso traje que llevaba puesto el niño danzarín, y que fue imitado por el otro niño (y desde ese día por los demás).
Esta leyenda finaliza señalando que este es el verdadero origen de los famosos danzaq, que han llegado a la actualidad cambiando un poco sus atuendos, trocando las piedras planas por tijeras de metal, añadiendo dulces acordes de arpa y el violín, pero que en esencia siguen siendo los mismos danzantes que celebran con alegría el poder fecundante del agua.

Taky Onqoy

Mientras suenan las tijeras, contemos otra historia de danzantes. En esta historia intervienen un cura llamado Cristóbal de Albornoz y un indio llamado Juan Chocne. Los dos vivieron en el Virreinato del Perú en el Siglo XVI; es decir, en los primeros años que siguieron a la caída del Imperio de los Incas. Ambos pueden ser considerados como representantes simbólicos de dos culturas distintas: la occidental española y la andina quechua.
En cuanto al padre Cristóbal, los documentos indican que era un hombre muy católico, que se propuso borrar de la faz de la tierra a los antiguos dioses prehispánicos. Por eso vio con malos ojos la popularidad que alcanzaba entre los indios una secta o movimiento de resistencia llamado Taky Onqoy (cuya traducción literal es “baile de la desesperación”) liderada por el segundo de los nombrados, el indio Juan Chocne.
En términos generales, la secta de Juan anunciaba el final de la dominación española y el retorno de las huacas (divinidades andinas). Chocne mismo era una especie de predicador que iba de pueblo en pueblo, danzando en estado de trance, asegurando que iba a ocurrir un diluvio que acabaría con los españoles. Asimismo, se sabe que prohibió que los indios pongan pie en las iglesias, que escuchen a los evangelizadores, coman alimentos españoles o vistan ropajes españoles, so pena de ser convertidos en animales. Juan y Cristóbal eran, pues, enemigos irreconciliables.
El Taky Onqoy fue derrotado; sus miembros –como Juan Chocne—fueron apresados y finalmente muertos. Lo que no murió, sin embargo, fue el culto a los antiguos dioses andinos, porque efectivamente –más de cuatrocientos años después—siguen siendo adorados y queridos por millones de peruanos.
¿Qué tienen que ver los danzaq con esta historia? Muy sencillo. En muchos pueblos de la sierra sur –donde surgió el Taky Onqoy-- los danzantes de tijeras son considerados como auténticos mediadores entre los dioses tutelares (Wamanis) y los hombres (Runas). Y el modo de comunicarse de los danzaq con las entidades divinas es el baile. En ese sentido todos ellos son, pues, herederos de Juan Chocne. Pero ahora no se enfrentan al catolicismo, sino más bien su rol consiste en pedir a los Apus y Wamanis que haya buenas cosechas y se multipliquen las llamas y alpacas. E incluso han asimilado como dioses a vírgenes y santos. Por todo ello, gozan del respeto de las comunidades ganaderas o agrícolas y siempre son bienvenidos en todas partes.

Un salto hacia el futuro

Vamos a Lima, con un cambio de tono. Como se sabe, una poderosa ola migratoria trajo a la capital de la República a miles de provincianos a partir de los años 50 del siglo pasado. Entre otros, se instalaron muchos danzantes ayacuchanos, huancavelicanos y apurimeños, que mantuvieron sus tradiciones en las fiestas patronales llevadas a cabo en los barrios de la periferia de la capital. No obstante, en Lima se perdió el contenido mágico religioso de esta danza, al desconectarse de los rituales y creencias vinculados a la cultura agrícola. En cambio, adquirió un nuevo sentido al convertirse en espectáculo folclórico.
Precisamente, es como folclor que la Danza de las Tijeras ha alcanzado gran notoriedad en el exterior. De ello pueden dar cuenta afamados danzantes como Qori Sisicha y Ccarcaria o músicos como Máximo Damián Huamaní o Jaime Guardia, quienes representan al Perú en festivales realizados en París, Tokio, Toronto, Berlín, Madrid, México, Bruselas, Milán, Buenos Aires, Santiago, etc.
Asimismo, otro signo de los nuevos tiempos es que se han fundado talleres y escuelas para enseñar el arte de la danza de las tijeras, de los cuales han surgido –por ejemplo-- las primeras promociones de mujeres danzantes, lo que es verdaderamente toda una novedad en esta tradición milenariamente masculina. Finalmente, desde hace quince años se convoca el Campeonato Nacional, llamado Atipanakuy, donde el plato fuerte son las pruebas de resistencia y acrobacias, lo que a veces resulta en un espectáculo de fakirismo. Por eso es común que los danzantes se incrusten objetos –tales como alfileres o cables-- en la nariz o los labios. Otras veces se lanzan hacia camas de vidrios rotos. O se tragan ranas vivas. También se envuelven con pencas de tuna y con ellas se revuelcan por el suelo. Todo ello sin dejar de hace sonar las tijeras con una mano.
Más allá del mar de adrenalina que corre en el público, todo ello adquiere sentido porque un auténtico atipanakuy sirve para que los mejores danzaq demuestren su dominio total del cuerpo. Y su valentía ante la muerte.